Por Gabriel Rinaudo
Era domingo y en el siguiente fin de semana debía evangelizar en Puerto Iguazú. En mi oración personal le pedía al Señor que me iluminara con su Palabra sobre una enseñanza, y nada; nada de nada. Sin embargo, el buen Dios me tenía preparada una instrucción que quedó grabada a fuego en mi corazón.
Al día siguiente, lunes, me levanté a las 5.30 horas y, como todas las mañanas, antes de ir a trabajar, le pedí al Señor una palabra para meditar durante ese día. Me dio Marcos 10, 17-22: “…Jesús lo miró con amor y le dijo: ‘Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme’”. Enseguida cerré mi Biblia y salí corriendo para la fábrica.
Al llegar, aún medio dormido, advertí que el corazón me latía distinto. Había algo, en ese pasaje evangélico, que me daba vuelta y más vuelta dentro mío, y me hacía detener en la partecita: “lo miró con amor”; que en ese momento me pareció algo insignificante.
Pero, a los pocos minutos, intuí que ese pasaje tenía una gran profundidad. Entonces, una y otra vez, pregunté: “Señor, ¿qué me estás queriendo decir con tu Palabra? Tú sabes que soy duro de entendimiento, pero enséñame y lo entenderé”. La respuesta del Señor llegó apenas había empezado a trabajar: “A las dos mujeres, a la samaritana y a la adultera, las miré con amor y sané sus corazones; al ladrón crucificado a mi derecha, lo miré con amor y él se arrepintió; al hombre rico lo miré con amor, pero él se alejó apenado por la gran cantidad de bienes que tenía. ¡Mis miradas son siempre miradas de amor”!
En ese momento no pude más que llorar y, para que nadie se diera cuenta, tratar de enjugarme las lagrimas. Cómo explicar lo qué estaba pasando entre Dios y mi corazón.
Ese lunes comencé a descubrir que las miradas de Jesús son miradas de amor. El resto del día seguí orando esa palabra. ¡Qué bonito fue el tener asumido que no me lo había enseñado un libro, sino el mismo Dios!
* El Señor nos mira con amor
A la mañana del martes, el Señor me esperaba y con su dulzura me habló nuevamente a través de la Escritura: “…Entonces (Andrés) lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’, que traducido significa Pedro” (Jn 1, 42).
Al orar esa Palabra, escuché al Señor diciendo que él, cuando llama, mira a los ojos y pronuncia nuestro nombre. Esa mañana la pasé cantando aquella canción que, cuando yo era chico, mamá entonaba para mí: “Señor, me haz mirado a los ojos; sonriendo, haz dicho mi nombre. En la arena, he dejado mi barca. Junto a ti, buscaré otro mar”. ¡Qué bueno era sentir en el corazón, que el Señor nos mira con amor y nos llama por nuestro nombre…!
La revelación que me estaba haciendo el Señor me conmovía interiormente, pero no podía imaginarme lo que me estaba preparando para la mañana del miércoles. Antes de salir corriendo a trabajar, tratando de no llegar tarde, me dio Juan 2, 25: “Y no necesitaba que le informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre”.
¡Cuántas alabanzas me brotaban del corazón a tan gran regalo! Le decía a Jesús: “¡Qué lindo¡ ¡Qué grandeza la tuya, Señor!” El saber que conoce así mi interior, me hizo sentir desnudo ante la mirada del Señor, y sin pudor alguno. Es más, quería que el entrara más y más a mi vida y me reía de tanta alegría y felicidad que conmovía mi corazón.
Si supieran cómo le suplicaba: “Señor, ¡mírame por dentro! Vos que me conoces desde el vientre de mi madre ¡mírame y sáname más aún!”.
* ¡No te metas, conmigo!
Pero, al rato, me acordé de un hecho ocurrido en 1992, cuando cumplí 18 años. Ese día, que también tenía que presentarme al Servicio Militar, bien temprano, golpearon la puerta. Era doña Quena, la señora que había sido mi catequista. La vi paradita, con un paquete en la mano. Ella me cantaba, felicitaba y me tiraba de las orejas; …yo sólo miraba el paquete de la mano izquierda que no me daba. No es que me gusten los regalos pero… bueno.
Cuando me lo dio, lo tomé y lo abrí con tantas ganas, pero me encontré… ¡con una Biblia! Y yo no tenia ni idea de lo que era la Escritura. Sentí en mi interior que esta señora no sabía hacer regalos. Creo que con la cara se lo dije todo. Porque si bien hacía mucho que estaba en la parroquia, nunca había abierto, y menos leído, una Biblia.
Sin embargo, como se dice en mi pueblo, “a caballo regalado no se le miran los dientes”, y la tomé. Después fui a esperar el colectivo que me trasladaría a San Luis capital, para presentarme en el Ejercito (GADA 161). En el viaje fui leyéndola, pero como no sabía cómo hacerlo, me iba de un lugar a otro: del Antiguo Testamento al Nuevo y del Nuevo al Antiguo. Mas tarde, ya estando con un montón de chicos, esperando que me hicieran la revisión médica, seguía con la Biblia bajo el brazo. Más tarde, en el patio del Ejercito, bajo un pino, la abrí en el Salmo 139, donde dice “Señor, tú me sondeas y me conoces…”. Claro que hasta acá no entendía nada, mas seguía leyendo, pero cuando llegué al verso 23 y 24, que dice: “Sondéame, Dios mío, y penetra mi interior; examíname y conoce lo que pienso; observa si estoy en un camino falso y llévame por el camino eterno”, recuerdo haber cerrado la Biblia con fuerza y rapidez. No quería que me mirara, ya que mi interior era mío y de nadie más, y le aclare a Dios: “¡No te metas conmigo!”. Yo hago mi vida y la ordeno como quiero. Yo haré todo el esfuerzo para ser santo y, cuando yo ya esté con la cosa encaminada, te llamo y te dejo que me mires por dentro y me lleves por el camino eterno.
Te cuento que archive este regalo unos once meses, hasta que me invitaron a un Seminario de Vida en el Espíritu y me dijeron que, si tenía, llevara la Biblia. ¡Ahí me esperaba el Señor! Se cruzó en mi camino, tuve mi encuentro personal con él, me sedujo y bueno... yo me dejé seducir. Me mostró su misericordia y estuvo estos diez años trabajando en mí. No se había dado cuenta que le había dicho no y lo mismo entró. Jesús sabía qué había en mi interior, y por más que me cerrara él mostraba destellos de su amor y yo le dejaba pequeñas puertitas abiertas.
* Las caretas no sirven
El jueves me encontraba en Córdoba, para tomar el vuelo hacia Iguazú. Esa mañana, el Señor me llevó a esta Palabra: “Pero Yahveh dijo a Samuel: “No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios mira el corazón” (1 S 16, 7).
Estaba en el aeropuerto, esperando que llamaran para la famosa puerta 3, y no podía salir del asombro en el que estaba sumido: había pasado una semana de descubrimiento en descubrimiento, y no me lo había enseñado ningún libro, sino el mismo Espíritu Santo. Él fue quien me fue llevando por la Palabra, que es viva y eficaz, instruyéndome y grabando con letras de fuego tanta belleza en mi corazón.
El Señor no mira las apariencias, ni la historia para juzgarnos, tampoco se detiene en las caretas que nos vamos poniendo para demostrar lo que en verdad no somos.
El escudriña el corazón y eso le basta para conocernos tal cual somos, con nuestras riquezas y pobrezas. Ante él los mecanismos de defensa no sirven, solo los ve como esclavitudes.
Nunca me olvidaré de aquella señora que en el grupo de oración pasó diez años esperando que le llegara el castigo por aquel pecado que ya había confesado, pero que ella no había perdonado. En un retiro el Señor le mostró la verdad y le tocó el corazón; le dijo que él no estaba para castigarla, sino para mostrarse tal cual es él y no como ella creía que era. Ella se perdonó aquel error, habló con su esposo, y comenzó a experimentar la sanación no sólo de ella, sino también del matrimonio y de sus hijos. Al verla tan cambiada, todos los que estaban cerca de ella le preguntaban qué tenía de nuevo en su vida, y ella tan solo les contestaba: “He orado y encontré a Cristo vivo. Oren ustedes, y verán maravillas...”
* Conclusión
El viernes, ya en Puerto Iguazú (Cataratas), le cantaba al Señor: “Yo me gozo el lunes, yo me gozo el martes, yo me gozo el miércoles, yo me gozo el jueves, yo me gozo el viernes, sábado también…”. Qué hermoso fue contemplar cómo él me fue guiando con su Palabra, hasta descubrir las riquezas de su mirada, que sana y transforma. En esa semana él me estuvo mirando y sanando, y no le opuse resistencia; me sedujo, y me dejé seducir, sabiendo ya que él no mira las apariencias sino el corazón. Y esto me llevó a cantar junto al salmista: ¡Qué dulce es tu palabra para mi boca, es más dulce que la miel! (Sal 119, 103).
Pero ahí no terminó la cosa. La semana siguiente me di cuenta que necesitaba hacer una oración de sanación por los recuerdos dolorosos que me habían dejado las miradas de burlas, las de crítica, las de venganza, las de pecado, las de incomprensión, las de castigo, etc., recibidas en distintos momentos de mi vida; y le fui pidiendo al Señor me sanara la memoria y los recuerdo dolorosos que me llevaban a proyectar esa miradas hacia él.
Oré: “Señor, yo perdono, en estos momentos, a… por la forma en que me miró resintiendo mi afectividad; yo lo perdono y lo declaro inocente. Sáname, Señor, y dame tu libertad para dejarme mirar por ti. Permíteme descubrirte como un Dios con mirada misericordiosa y dejarte ser Dios en mi corazón. Sáname, a tu tiempo y a tu modo, mi amado Jesús”.
Era domingo y en el siguiente fin de semana debía evangelizar en Puerto Iguazú. En mi oración personal le pedía al Señor que me iluminara con su Palabra sobre una enseñanza, y nada; nada de nada. Sin embargo, el buen Dios me tenía preparada una instrucción que quedó grabada a fuego en mi corazón.
Al día siguiente, lunes, me levanté a las 5.30 horas y, como todas las mañanas, antes de ir a trabajar, le pedí al Señor una palabra para meditar durante ese día. Me dio Marcos 10, 17-22: “…Jesús lo miró con amor y le dijo: ‘Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme’”. Enseguida cerré mi Biblia y salí corriendo para la fábrica.
Al llegar, aún medio dormido, advertí que el corazón me latía distinto. Había algo, en ese pasaje evangélico, que me daba vuelta y más vuelta dentro mío, y me hacía detener en la partecita: “lo miró con amor”; que en ese momento me pareció algo insignificante.
Pero, a los pocos minutos, intuí que ese pasaje tenía una gran profundidad. Entonces, una y otra vez, pregunté: “Señor, ¿qué me estás queriendo decir con tu Palabra? Tú sabes que soy duro de entendimiento, pero enséñame y lo entenderé”. La respuesta del Señor llegó apenas había empezado a trabajar: “A las dos mujeres, a la samaritana y a la adultera, las miré con amor y sané sus corazones; al ladrón crucificado a mi derecha, lo miré con amor y él se arrepintió; al hombre rico lo miré con amor, pero él se alejó apenado por la gran cantidad de bienes que tenía. ¡Mis miradas son siempre miradas de amor”!
En ese momento no pude más que llorar y, para que nadie se diera cuenta, tratar de enjugarme las lagrimas. Cómo explicar lo qué estaba pasando entre Dios y mi corazón.
Ese lunes comencé a descubrir que las miradas de Jesús son miradas de amor. El resto del día seguí orando esa palabra. ¡Qué bonito fue el tener asumido que no me lo había enseñado un libro, sino el mismo Dios!
* El Señor nos mira con amor
A la mañana del martes, el Señor me esperaba y con su dulzura me habló nuevamente a través de la Escritura: “…Entonces (Andrés) lo llevó a donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: ‘Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas’, que traducido significa Pedro” (Jn 1, 42).
Al orar esa Palabra, escuché al Señor diciendo que él, cuando llama, mira a los ojos y pronuncia nuestro nombre. Esa mañana la pasé cantando aquella canción que, cuando yo era chico, mamá entonaba para mí: “Señor, me haz mirado a los ojos; sonriendo, haz dicho mi nombre. En la arena, he dejado mi barca. Junto a ti, buscaré otro mar”. ¡Qué bueno era sentir en el corazón, que el Señor nos mira con amor y nos llama por nuestro nombre…!
La revelación que me estaba haciendo el Señor me conmovía interiormente, pero no podía imaginarme lo que me estaba preparando para la mañana del miércoles. Antes de salir corriendo a trabajar, tratando de no llegar tarde, me dio Juan 2, 25: “Y no necesitaba que le informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre”.
¡Cuántas alabanzas me brotaban del corazón a tan gran regalo! Le decía a Jesús: “¡Qué lindo¡ ¡Qué grandeza la tuya, Señor!” El saber que conoce así mi interior, me hizo sentir desnudo ante la mirada del Señor, y sin pudor alguno. Es más, quería que el entrara más y más a mi vida y me reía de tanta alegría y felicidad que conmovía mi corazón.
Si supieran cómo le suplicaba: “Señor, ¡mírame por dentro! Vos que me conoces desde el vientre de mi madre ¡mírame y sáname más aún!”.
* ¡No te metas, conmigo!
Pero, al rato, me acordé de un hecho ocurrido en 1992, cuando cumplí 18 años. Ese día, que también tenía que presentarme al Servicio Militar, bien temprano, golpearon la puerta. Era doña Quena, la señora que había sido mi catequista. La vi paradita, con un paquete en la mano. Ella me cantaba, felicitaba y me tiraba de las orejas; …yo sólo miraba el paquete de la mano izquierda que no me daba. No es que me gusten los regalos pero… bueno.
Cuando me lo dio, lo tomé y lo abrí con tantas ganas, pero me encontré… ¡con una Biblia! Y yo no tenia ni idea de lo que era la Escritura. Sentí en mi interior que esta señora no sabía hacer regalos. Creo que con la cara se lo dije todo. Porque si bien hacía mucho que estaba en la parroquia, nunca había abierto, y menos leído, una Biblia.
Sin embargo, como se dice en mi pueblo, “a caballo regalado no se le miran los dientes”, y la tomé. Después fui a esperar el colectivo que me trasladaría a San Luis capital, para presentarme en el Ejercito (GADA 161). En el viaje fui leyéndola, pero como no sabía cómo hacerlo, me iba de un lugar a otro: del Antiguo Testamento al Nuevo y del Nuevo al Antiguo. Mas tarde, ya estando con un montón de chicos, esperando que me hicieran la revisión médica, seguía con la Biblia bajo el brazo. Más tarde, en el patio del Ejercito, bajo un pino, la abrí en el Salmo 139, donde dice “Señor, tú me sondeas y me conoces…”. Claro que hasta acá no entendía nada, mas seguía leyendo, pero cuando llegué al verso 23 y 24, que dice: “Sondéame, Dios mío, y penetra mi interior; examíname y conoce lo que pienso; observa si estoy en un camino falso y llévame por el camino eterno”, recuerdo haber cerrado la Biblia con fuerza y rapidez. No quería que me mirara, ya que mi interior era mío y de nadie más, y le aclare a Dios: “¡No te metas conmigo!”. Yo hago mi vida y la ordeno como quiero. Yo haré todo el esfuerzo para ser santo y, cuando yo ya esté con la cosa encaminada, te llamo y te dejo que me mires por dentro y me lleves por el camino eterno.
Te cuento que archive este regalo unos once meses, hasta que me invitaron a un Seminario de Vida en el Espíritu y me dijeron que, si tenía, llevara la Biblia. ¡Ahí me esperaba el Señor! Se cruzó en mi camino, tuve mi encuentro personal con él, me sedujo y bueno... yo me dejé seducir. Me mostró su misericordia y estuvo estos diez años trabajando en mí. No se había dado cuenta que le había dicho no y lo mismo entró. Jesús sabía qué había en mi interior, y por más que me cerrara él mostraba destellos de su amor y yo le dejaba pequeñas puertitas abiertas.
* Las caretas no sirven
El jueves me encontraba en Córdoba, para tomar el vuelo hacia Iguazú. Esa mañana, el Señor me llevó a esta Palabra: “Pero Yahveh dijo a Samuel: “No te fijes en su aspecto ni en lo elevado de su estatura, porque yo lo he descartado. Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios mira el corazón” (1 S 16, 7).
Estaba en el aeropuerto, esperando que llamaran para la famosa puerta 3, y no podía salir del asombro en el que estaba sumido: había pasado una semana de descubrimiento en descubrimiento, y no me lo había enseñado ningún libro, sino el mismo Espíritu Santo. Él fue quien me fue llevando por la Palabra, que es viva y eficaz, instruyéndome y grabando con letras de fuego tanta belleza en mi corazón.
El Señor no mira las apariencias, ni la historia para juzgarnos, tampoco se detiene en las caretas que nos vamos poniendo para demostrar lo que en verdad no somos.
El escudriña el corazón y eso le basta para conocernos tal cual somos, con nuestras riquezas y pobrezas. Ante él los mecanismos de defensa no sirven, solo los ve como esclavitudes.
Nunca me olvidaré de aquella señora que en el grupo de oración pasó diez años esperando que le llegara el castigo por aquel pecado que ya había confesado, pero que ella no había perdonado. En un retiro el Señor le mostró la verdad y le tocó el corazón; le dijo que él no estaba para castigarla, sino para mostrarse tal cual es él y no como ella creía que era. Ella se perdonó aquel error, habló con su esposo, y comenzó a experimentar la sanación no sólo de ella, sino también del matrimonio y de sus hijos. Al verla tan cambiada, todos los que estaban cerca de ella le preguntaban qué tenía de nuevo en su vida, y ella tan solo les contestaba: “He orado y encontré a Cristo vivo. Oren ustedes, y verán maravillas...”
* Conclusión
El viernes, ya en Puerto Iguazú (Cataratas), le cantaba al Señor: “Yo me gozo el lunes, yo me gozo el martes, yo me gozo el miércoles, yo me gozo el jueves, yo me gozo el viernes, sábado también…”. Qué hermoso fue contemplar cómo él me fue guiando con su Palabra, hasta descubrir las riquezas de su mirada, que sana y transforma. En esa semana él me estuvo mirando y sanando, y no le opuse resistencia; me sedujo, y me dejé seducir, sabiendo ya que él no mira las apariencias sino el corazón. Y esto me llevó a cantar junto al salmista: ¡Qué dulce es tu palabra para mi boca, es más dulce que la miel! (Sal 119, 103).
Pero ahí no terminó la cosa. La semana siguiente me di cuenta que necesitaba hacer una oración de sanación por los recuerdos dolorosos que me habían dejado las miradas de burlas, las de crítica, las de venganza, las de pecado, las de incomprensión, las de castigo, etc., recibidas en distintos momentos de mi vida; y le fui pidiendo al Señor me sanara la memoria y los recuerdo dolorosos que me llevaban a proyectar esa miradas hacia él.
Oré: “Señor, yo perdono, en estos momentos, a… por la forma en que me miró resintiendo mi afectividad; yo lo perdono y lo declaro inocente. Sáname, Señor, y dame tu libertad para dejarme mirar por ti. Permíteme descubrirte como un Dios con mirada misericordiosa y dejarte ser Dios en mi corazón. Sáname, a tu tiempo y a tu modo, mi amado Jesús”.
gabrielrinaudo@yahoo.com.ar
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